“No se trata de cambiar de collar sino de dejar de ser perro”.
Arturo Jauretche

En el aniversario de su nacimiento, un 13 de noviembre de 1901, se recuerda la interesante vida de una figura política nacional, un escritor y pensador,oriundo de la ciudad de Lincoln, Provincia de Buenos Aires.
La cadencia. El porte. El ademán del hombre que supo nacer en un siglo que apenas se desperezaba. La figura en reverso. O, acaso, la excepción que confirma la regla: esa que sostiene que si no se es progresista en la juventud, no se tiene corazón y si no se vuelve conservador en la vejez, no se tiene cerebro. Arturo Martín Jauretche -don Arturo, para mi- fue esa peculiaridad… y, muchas más.
Acérrimo defensor del Partido Conservador en sus primeros escarceos políticos por los pagos de Lincoln, donde había nacido un 13 de noviembre de 1901, a lo largo de toda su vida asumió esa extravagante voltereta explicando: «Al revés de tantos políticos, yo subí al caballo por la derecha y termino bajándolo por la izquierda».
Con un donaire extraño en un hombre de su tamaño, y la envolvente armonía de su vozarrón que podía volverse íntimo, Jauretche empieza a desandar su pecado de juventud cuando conoce a Yrigoyen: ese contacto, el viaje a Buenos Aires, la carrera de abogacía a duras penas, la austeridad en todo menos en su participación política, cargar el arma, poner el cuerpo y dar con sus huesos en la cárcel son el continuo de fotogramas de una vida que desborda en poco más de 10 años.
Preso, no deja de tirar, agazapado contra el tiempo, en defensa de la libertad. El poema es su arma. Versos para alertar conciencias. Escribe: “No es noche para dormir / es noche para estar despierto. Ya ha aprehendido el filo fatal de la palabra. Abandona el fusil pero inicia la verdadera guerra.
Conjugaciones pesadas como mandatos. Adjetivos más ácidos que el sulfuro. Jauretche inaugura la temporada de debates pintando arquetipos con los que definirá una época. Pero también la identidad constitutiva de parte de nuestra sociedad que puede aplicarse aún en nuestros días.
Se instala en la fragua de la política pero también de los símbolos. Porque “Todo taller de FORJA parece un mundo que se derrumba”. Y él quiere una Argentina que se levante. Por eso, el derrotero lo lleva al peronismo. Porque se abraza a la ilusión. Porque le saca el cuerpo y el alma a la decepción.
Desde ese incómodo lugar de saltimbanqui ideológico -que habita junto a Scalabrini, Dellepiane y Manzi-, observa. Y empieza a percibir con meridiana claridad. Percibir, definir, sentenciar, herir, cortar: todo en un tajo. El sustantivo a velocidad de rayo para partir las diferencias entre el tilingo y el guarango. Categorías sociológicas que no han podido ser superadas por ningunos de los cientistas que vienen trajinando desde él por el negocio de delimitar el esquivo “ser nacional”.
“El tilingo es al guarango lo que el polvo de la talla al diamante. O la viruta a la madera. Producto de un exceso de pulido, o de la garlopa que se pasa” y nada más hay que mirar. Están al lado nuestro; viajaron a Miami, y deme dos. Mientras los tilingos babean por deseo, pero conviven con la frustración. “Aspiracionales” les dicen los nuevos chamanes electorales cuando venden sus estrategias berretas para buscar el voto.
Jauretche, que nos dejó preguntas, usted. Como las páginas rayadas y en blanco de su “Manual de Zonceras Argentinas”
Larguen la inhalación. Vuelvan a Don Arturo. Que la oligarquía está intacta y su mayor poder sigue siendo “ser dueños de la cabeza de miles de argentinos de clase media, que, sin tener más tierra que la de los canteros del patio, se comportan como fieles defensores de un modelo que no les pertenece”.
Ya lo escribió y los describió. Los “vendepatria” (término que acuñó la discursiva de Juan Perón pero que Jauretche supo usar como nadie) son bastante más peligrosos que los cipayos. Porque, como sentenció Galeano, “sueñan las pulgas con comprarse un perro”. Y don Arturo ya nos explicó que no se trata de eso. Se trata…
Vea, Jauretche, que nos dejó preguntas, usted. Como las páginas rayadas y en blanco de su “Manual de Zonceras Argentinas”. Cuesta llenarlas. Hay tanto “tilingo” dando vueltas. Y tanto “medio pelo” conjurándose para buscar algún coiffeur que los tiña de rubios. Y usted no está. Y hay que fatigar sus textos para ver si por ahí quedaron escondidas una que otra respuestas.
Hoy, usted hubiese cumplido 120 años (por qué no). Pero decidió irse el 25 de mayo de 1974. Pocos días antes que Juan Perón. Acaso para esperarlo en ese cielo de los hombres que nos hicieron la Patria.
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