Por Agustina Rinaldi.
Si las personas le dan vida a un espacio, ¿qué ocurre con la energía que destilan en las habitaciones que son protagonistas de sus frustraciones y alegrías cotidianas? Destellos de quienes somos (o vamos siendo) quedan arraigados en paredes, muebles, prendas acumuladas sobre sillas, libros que jamás leímos o dejamos por la mitad y manchas de óleo, pistas del recorrido de un pincel curtido por el tiempo; una parte de nosotros sobrevivirá por siempre en los objetos que nos vieron levantarnos y caer, una y otra vez.
El taller de Emmanuel Barrios se convirtió en un cementerio de motivaciones. El espacio que alguna vez se había traducido en escape se tornó en una cárcel. Prisionero de la técnica, el único motor que encendía su cotidianidad era la obsesión por alcanzar la -inexistente- perfección pictórica, poniéndole un freno al impulso de experimentar la materialidad sin límites.
Después de horas encerrado, únicamente enfocado en alcanzar lo inalcanzable, cuando salía de la habitación el mundo era inmenso e inmanejable; pánico / desorientación / sudoración / escalofríos / temblores / hormigueo / náuseas.
El miedo de volver a sufrir ataques como consecuencia del encierro, provocado por la tiranía de la técnica, lo motivó a romper con la idea sagrada y normativa del lienzo. Ese paradigmático quiebre lo llevó a experimentar la pintura desde otra perspectiva, animándose a plasmar, casi como un impulso involuntario, su sentir; rayones, manchas, quemaduras, salpicaduras.
Su relación con la disciplina transmutó al acercarse genuinamente al lienzo; la materialidad de su obra se potenció y lo invitó a ser parte de un infinito y disruptivo, universo de posibilidades. Romper la pieza, coserla, y volver a resignificarla. Prenderla fuego, hacerla cenizas. La materialidad hace a la obra y estos actos performativos (la ausencia de la misma), dice más que su presencia arrolladora. Quemar el lienzo es quemar parte de uno mismo, lo que fuimos y a la vez lo que no llegamos a ser; transmutar junto a la pieza, quebrar el vehículo una vez que el mensaje fue emitido completa el proceso.
Mujeres desnudas en el bosque a punto de ser devoradas por un animal salvaje; adolescentes llorando sangre; rostros que se desvanecen como si la identidad se fragmentara brutalmente; un hombre observando como su casa (¿su ser?) se prende fuego y cae a pedazos; una mujer abriéndose al pecho con la esperanza de compartir su verdadero “yo”, oscuro y genuino.
Estos personajes, reales e imaginados, ilustran la necesidad de gritar su verdad, haciendo brillar sus cicatrices y convirtiendo el miedo a la oscuridad, tanto en pureza como en belleza. La recurrente motivación de exponer ferozmente otras facetas de los seres en los que se detiene, se gestó tras retratar a una íntima amiga que, detrás de su risa contagiosa y extremo entusiasmo, sufría una depresión severa.
Luego de dejarse llevar por un impulso y pintar su costado más vulnerable, sin saber lo que la retratada en realidad estaba atravesando, se dio cuenta de que gracias al pincel podía ver más allá de la superficialidad que suele percibirse de las personas; esa primera o segunda impresión, siempre aplacada por el deber ser. A partir de ese retrato, su obra dio un giro radical, convirtiendo el individualismo que caracteriza al pintor en un proceso de transmutación compartido e inevitable.
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